Acudieron a la entrevista con meridiana puntualidad; y eso tiene un valor agregado, ya que debieron viajar doscientos cincuenta kilómetros para el encuentro.
No nos conocíamos. Un pastor de otro país les dijo que podían recibir ayuda a través de nuestro ministerio de Restauración Sexual.
Al inicio, como tenemos por costumbre, pautamos que les daríamos toda nuestra atención, pero sólo requeríamos una condición: que dijeran siempre la verdad. Explicamos que haríamos preguntas y, si alguna resultaba incómoda, podían reservarse la respuesta, es decir, tenían opción a no contestar, pero no podían mentir. Estuvieron de acuerdo.
Llevaban diez años de casados. Él fue el primer novio en la vida de ella. Ambos cristianos comprometidos y, aunque se habían mantenido puros y deseosos de que el futuro estuviera lleno de la bendición de Dios, las cosas no resultaron.
Desde el principio, la intimidad fue frustrante. Ella nunca accedió a que su esposo la besara en la boca, tampoco aceptaba caricias. Le costaba recibir elogios, ser amigable, mirar a los ojos y hasta sonreír…
Él, pensando que era por timidez, se fue ajustando a sus requerimientos; pero todo fue empeorando.
Ella, entre llantos y en medio de una crisis, le explicó que había sido abusada y que no quería que él le preguntara nada. Y ahí estaban…
Desde los siete hasta los quince años había vivido repetidas situaciones de abuso, las que ocultó celosamente.
Preguntamos con sumo cuidado:
¿A manos de quién sufriste todos esos abusos? ¿Fue una sola persona o varias?
Mirando hacia el piso de granito gris, como queriendo ocultar su rostro en la lejanía, contestó:
Mi papá.
¿Nunca lo contaste?
No.
¿Por qué?
Porque nadie me iba a creer. Él era el líder principal de la iglesia.
¿Cómo reaccionó tu mamá?
Nunca siquiera lo sospechó. Veía a su esposo como un dechado de virtud.
¿Y en qué momento ocurrían esos abusos?
Yo soy la única mujer. Tengo cinco hermanos y desde los seis años, mi papá me llamaba a su cama, me decía que me quería mucho y que tenía que tener cuidado con los hombres. Era muy celoso, no me dejaba salir sola, ni tener amigas y, poco a poco, empezó con caricias en todo el cuerpo; cuando fui más grandecita me besaba en la boca. De sólo pensar me da asco, pero en casa nadie lo contradecía. Yo trataba de que cuando mi mamá saliera de la casa, me llevara, pero siempre ocurría alguna cosa por la que me tenía que quedar: uno de mis hermanos se enfermaba y me hacía responsable de su cuidado; sus familiares la llamaban por algún problema; una actividad en la iglesia que ella coordinaba, etc. Y yo estaba condenada a sufrir lo mismo, una vez más…
¿Alguna vez enfrentaste a tu padre? ¿Le dijiste alguna cosa?
Nunca. Le tenía terror.
En ese momento del relato, su esposo, quien no conocía los pormenores de la historia, quedó impresionado, atónito. No podía creer que su suegro hubiese cometido tal infamia. No podía mantenerse quieto. Por vez primera vislumbraba el dolor en el alma de su esposa y se preguntaba, entre lamentos y lágrimas, si era posible para ella y para su matrimonio, un mañana diferente…
El padre de esta joven mujer había fallecido. Un cáncer muy agresivo lo fulminó en pocos meses.
Nuestro interés en preguntar acerca del desenlace radicaba en saber si su padre, en el lecho de muerte, le había pedido perdón o manifestado arrepentimiento por el abuso.
Con voz entrecortada y muy débil dijo: “yo esperaba eso. Esperaba que dijera que lo sentía, que se arrepentía. Nunca dio muestras de que le pesara todo el horror que me causó. Me pregunto dónde estará ahora, ya que partió sin recibir perdón… Me pregunto si su enfermedad y sufrimiento se debieron a la gran maldad de su corazón… Me pregunto tantas cosas…”
Nos dimos cuenta de que, aun cuando el abusador había muerto, seguía vivo en el corazón de aquella joven.
Así sucede a menudo, la víctima sigue ligada al abusador por el dolor y el recuerdo.
Así sucede a menudo, el agresor transita la vida sin arrepentirse, sin inmutarse frente al dolor ocasionado.
Nuestro consejo hacia esa joven mujer es el mismo que queremos darle a usted si ha sido víctima de cualquier tipo de abuso: merece una nueva oportunidad de vivir y descubrir la vida con otros ojos. Quítele el poder a ese perverso, aunque haya sido su padre, de seguir influyendo en su vida. Joyce Meyer dice:
“Nuestro pasado puede explicar por qué estamos sufriendo, pero no podemos usarlo como excusa para permanecer atados. Nadie tiene excusas, porque Jesús siempre está listo para cumplir su promesa de liberar a los cautivos (Lucas 4:18-19). El andará con nosotros mientras atravesamos la meta de victoria en cualquier campo, si estamos dispuestos a llegar hasta el final con Él”.
Sólo usted puede evitar que su pasado decida sobre su futuro. Déjese sanar. Abandone el hábito de reflexionar demasiado acerca del dolor del pasado y proyéctese hacia un futuro de esperanza. Crea que por delante hay un mundo de oportunidades que esperan ser aprovechadas.
La Biblia dice que todas las cosas ayudan para nuestro bien. No dice que todas las cosas son buenas, sino que todas cooperan para nuestro bienestar. Dios tiene el poder de tomar lo malo que llega a nuestra vida y cambiarlo para nuestro bien. Ésta es una verdad que debe ser creída. Si la quiere, créala. ¡Si la cree, es suya!
Como corolario de esta historia, la protagonista de este relato está estudiando psicología porque desea ayudar a otros, como ella fue ayudada. Su esposo comenzó el seminario teológico para prepararse para el ministerio. Cuando decimos que Dios tiene el poder de cambiar lo malo en bueno, es verdad.