El placer de una relación homosexual

“Analicemos tu caso”, y ella asintió con la cabeza, dando su aprobación.
“¿Sentís que ella te sedujo?”, le preguntamos. “Sí y no. Éramos amigas íntimas. Todo era perfecto. Compartíamos muchas cosas. Ella tenía experiencia sexual, yo ninguna. Ella me buscó y propició los encuentros. En cierta forma me sedujo. Pero debo reconocer que, aunque nunca me había sentido atraída por una mujer, cuando se dio, no me desagradó; y, bajando su cabeza, agregó: por el contrario”.

“¿Entonces sentiste placer?”. “Sí” contestó. “¿Crees que eso está mal?”, volvimos a interrogar. “Todo está mal, dijo ofuscada. Intento olvidar, pero las imágenes me persiguen”.

“¿Sabías que el placer produce una impronta sobre nuestro cerebro que actúa como refuerzo positivo de esa experiencia? ¿Sabías que Masters y Johnson, pioneros de la sexualidad experimental, demostraron que en una relación homosexual, a menudo, hay más placer que en una relación heterosexual simplemente porque la pareja sabe cómo y dónde tocar; de qué manera estimular y excitar?”.

Se sorprendió. Comentó que, a pesar de ser universitaria, no tenía conocimiento de ello. Razonaba de la siguiente manera: si aparecía placer en una relación homosexual era indicio de que la homosexualidad estaba latente. Ella creía que una persona “normal” debía sentir rechazo, asco o ambas cosas. Le dijimos que no era necesario, ni siquiera frecuente.
Su pregunta siguiente fue: “¿Por qué me pasó esto?”.

Respondimos con otra pregunta: “¿por qué no? ¿Por qué no pudo pasarte? El problema no es por qué te pasó, sino qué vas a hacer con lo que te pasó. Siempre es posible construir la vida en el sentido que deseemos. Nada es inamovible. Es un mito creer que si uno siente placer, entonces no hay vuelta atrás, como si el placer determinara el comportamiento. Con ese criterio deberíamos aceptar cualquier comportamiento que produzca placer: masoquismo, sadismo, pedofilia, zoofilia, adulterio, poligamia, cambio de parejas, etc. Vemos que el placer no es buen parámetro para sopesar conductas porque puede llevar al caos, a la vejación, al abuso, a muchos males. El placer no valida la conducta. En tu caso, ¿cuál es el parámetro para tu vida?”.

Sin titubear dijo: “es la Palabra de Dios, es mi comprensión de que la perfecta voluntad de Dios es el matrimonio, al que anhelo como ya les dije. Además tengo el testimonio del Espíritu Santo a mi propio espíritu acerca de la verdad. Desde que tomé conciencia de mi situación, y esto ocurrió después que la relación se terminó, le pedí perdón a Dios. Pero igual tengo miedo. Mucha incertidumbre. No sé si Dios podrá perdonarme. Yo estoy segura de que no puedo hacerlo. Estoy paralizada. No me concentro en mi trabajo, no puedo comer ni logro dormir. No puedo vivir así”.

“Vamos por parte”, le dijimos. “Cuando Jesús murió en nuestro lugar conquistó la libertad completa y su perdón abarca toda nuestra vida: pasada, presente y futura. Esta compresión es tan liberadora que si puedes dimensionarla, tu mente estará segura en Cristo Jesús. Lo bueno y lo malo adquieren otra dimensión por la ley del amor, y nuestra lealtad a su amor nos hace abstenernos del mal. Por eso nos duele tanto cuando le fallamos. El que sientas tristeza por tu comportamiento es bueno, significa que todavía hay en tu vida sensibilidad espiritual. Pero hay algo más que queremos compartirte y se encuentra en Hebreos 10:17: “ya nunca más me acordaré de tus pecados y transgresiones”. Esto es lo que podemos llamar la doctrina del olvido. Cuando Dios perdona, Dios olvida. Él mira tu vida y la ve a través de Jesús. Si te presentas ante su trono, después de haberte arrepentido y le preguntas: “¿Señor, te acuerdas de mi pecado, aquel que cometí en tal ocasión?”. Él dirá: “no, no me acuerdo”. Porque cuando Dios perdona borra tu pecado. Si Dios, infinito en sabiduría, tres veces santo, justo y perfecto otorga perdón y olvido, ¿qué te impide recibirlo? Acepta ese don con humildad, echa de tu vida el dolor por los errores cometidos y mira con confianza serena el porvenir. Dios sigue de tu lado”.

“Lo quiero, lo deseo más que cualquier cosa”. Y, entre sollozos contenidos, agregó: “lo recibo con fe para mi vida”.

Oramos juntos y nos despedimos con un abrazo. Así terminó ese primer encuentro, al tiem-po que caía el sol de la tarde. Al siguiente día recibimos un mensaje en el celular: “anoche dormí mejor. Mi perspectiva ha cambiado. Seguiré en pie en este día. Lucharé porque la victoria está asegurada”.

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