Travesuras que terminan en catástrofes

El adulterio duele. La pareja víctima experimenta intensa rabia, ira incontenible, odio que lacera; también deseos de venganza, revancha y que el cónyuge pague por el dolor infligido. Se encuentra en la disyuntiva de si vale la pena seguir siendo fiel o pagar con la misma moneda para que el otro beba también un sorbo de la misma traición; se debate entre seguir el ejemplo de Jesús y perdonar o ceder ante las crudas y amargas emociones que lo embargan.

Para que un matrimonio se recupere de las tumultuosas aguas del amor prohibido que representa la infidelidad hay que ser brutalmente honesto en la relación y exponer la demoledora verdad. Sin confesión no hay restitución. Este primer elemento es crucial. Subestimar el valor de la confesión es minimizar la gravedad de la situación. La confesión incomoda. Siempre es más fácil permanecer en el engaño que pasar del engaño a la verdad. El ambiente podría tornarse tenso, el silencio agobiante y el sentido de la pérdida penetrantemente agudo. Pero nada se compara a la libertad que se experimenta cuando la verdad sale a la luz y la misericordia de Dios llega al matrimonio.

Hay infieles cuya estrategia consiste en echar la culpa del adulterio a sus propios cónyuges. Ellos esgrimen excusas: “eras un témpano en la cama”; “tu frialdad me obligó a buscar a otra”; “esta casa es un infierno, yo necesito un poco de paz”. El razonamiento con este tipo de expresiones es: “te lo merecías”, “no me hagas responsable, yo soy víctima de tu desamor, maltrato o indiferencia”. ¿Existen esperanzas de restauración en estos casos? Difícil. Hay que saber que un infiel que se expresa de este modo manifiesta falta de arrepentimiento y probablemente siga adelante con esa doble vida. Cuando en lugar de arrepentimiento encontramos justificaciones, menguan drásticamente las esperanzas de restauración.

El Dr. Dave Currie habla de ‘mutilación marital’ y establece, entre otras cosas, un principio garantizado para matar cualquier gran relación: justificar la infidelidad. En lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en salud o enfermedad, hasta que la muerte nos separe… Esas palabras deberían significar algo. Pero en una cultura que es rápida para romper sus votos, quizás una promesa más honesta sería: “hasta que algo mejor venga”, “hasta todo el tiempo que yo tenga ganas”, “hasta que ambos nos deseemos”, etc.

El siguiente gran paso hacia el desastre matrimonial puede ser resumido en la frase “si mi pareja no se entera, no sufrirá”. “Una aventura es una gran manera de hacer naufragar un matrimonio, no hay duda en cuanto a eso; pero la infidelidad entra de formas muy sutiles. No empieza en la puerta del dormitorio, sino en las ventanas de tu mente. Una mirada aquí, un poco de lujuria allí, quizá un mordisco de pornografía y una dosis de flirteo con otros y estarás bien encaminado aun antes de que incluso dejes a tu cónyuge”.30

Nunca deben ocultarse las conductas deshonestas en la relación presente. No coincidimos con aquellos terapeutas que, ante un acto de infidelidad, piensan que lo mejor es callar. Con una conducta sexual impropia se ha violado un pacto, se ha traicionado la confianza y se ha mentido descaradamente. No hay restitución ni perdón sin confesión. La pareja afectada debe saberlo y decidir qué hacer con la relación. Edificar un matrimonio sobre una base de mentiras es un fraude y resulta la antesala del desastre. Lo que hace mal es la infidelidad y no el saber acerca de ella.

El camino más seguro a la restauración pasa por la estación de la confesión. Debemos ser extremadamente claros en este sentido. Nada de echar culpas o atemperar con excusas la responsabilidad del hecho. Negar la responsabilidad propia por el adulterio prolonga el dolor y disminuye la posibilidad de restauración del vínculo. Solo la verdad, sí, la áspera y dura verdad puede limpiar la profunda herida infestada que ha provocado el adulterio. Esto implica contar lo que se ha hecho, pero sin entrar en detalles que transformen en morboso el relato y hagan difícil el proceso de restauración.

Juan preguntaba. Todos los días tenía nuevas preguntas y más interrogantes acerca del pasado. Se había convertido en un investigador privado de la relación ilícita de su esposa Marcela. Primero quiso saber con quién le había sido infiel, luego cuántas veces, a posteriori qué tipo de prácticas había tenido y por último si había disfrutado. Le obsesionaba saber cada sórdido detalle de la infidelidad que ella había cometido. Su interrogatorio inquisidor era asfixiante, tanto para ella como para él, porque cada nuevo aporte de su esposa se transformaba en una fuente de celos, enojo e impotencia. No es de echar la culpa, pero su amor por ella había sido gravemente dañado, tanto por el adulterio mismo como por el relato de los pormenores vividos en dicha experiencia.

¿Existe alguna forma de disminuir el riesgo de infidelidad? La respuesta es un rotundo sí. Aunque estamos a favor de la restauración del matrimonio luego de un adulterio, debemos reconocer que el proceso es tan arduo y difícil que muchos sucumben en el reto de restablecer la relación. Unir lo que se rompió en mil pedazos, buscar cada parte para comenzar otra vez es una tarea muy pesada. Por ello no tomes livianamente el tema, no asumas que tu pareja te perdonará y que, si ocurriera una infidelidad podrían superarlo sin mayores perjuicios; ver el adulterio desde esta óptica no hace más que reflejar la profunda ignorancia del dolor que causa.

Nuestra experiencia como pastores es que, cuando los miembros de la pareja son emocionalmente maduros y amigos entre ellos, cuando la honestidad está presente y los canales de comunicación permanecen abiertos, la probabilidad de infidelidad disminuye sustancialmente. Por ello, practica la amistad con tu cónyuge. Muchos creen que la amistad entre los esposos solo es posible a niveles superficiales. Sostienen que confiar en la pareja es entregarle al otro secretos que pueden ser usados en su contra. En realidad ocurre lo contrario. La amistad opera como una especie de cemento que fusiona poderosamente dos almas y vigoriza el vínculo.

La amistad no surge, se construye. Se elige una y otra vez y se sostiene con honra y respeto. “Dios nos ha dado la capacidad de experimentar conjuntamente las alegrías y tristezas de la vida, de animarnos unos a otros, de celebrarnos unos a otros, de servirnos unos a otros: de ‘hacer vida’ juntos. La amistad es un tesoro…”, Lee Strobel.

La amistad requiere crecer en confidencia. La confianza se edifica. Ser amigos no implica sentarse y confesar todos los secretos sin ton ni son. Una actitud de este tipo resultaría suicida. Cuando decidimos ser amigos, elegimos crecer en intimidad. Solo cuando estamos seguros hablamos con libertad, sin temor a ser ridiculizados o juzgados; podemos ser auténticamente nosotros y contar con alguien en cualquier situación.

Cuando nos pusimos de novios decidimos algo muy romántico: seríamos para el otro el mejor amigo. Durante el tiempo de noviazgo fijamos una pauta: aquello que contáramos como amigos no podíamos usarlo en una discusión, ni sacarlo a relucir en momentos de enojo. Los amigos no se traicionan. Más allá de nuestras diferencias, decidimos que cuidaríamos nuestra amistad y la haríamos crecer. Las confesiones que como amigos nos hiciéramos, serían nuestro tesoro y cuidaríamos con toda vehemencia cada palabra dicha. Ese fue el voto en relación a la amistad que nos hicimos mutuamente. Después de más de treinta años de casados creemos que esa elección fue guiada por Dios. A menudo tomamos tiempo para charlar de verdad. ¿Qué significa? Hablar y escuchar, preguntar y esperar; sin agenda, sin interrupciones, con una actitud abierta para compartir.

La amistad une más que cualquier relación sexual, más que una o cien lunas de miel, más que los momentos importantes que se puedan vivir. La verdadera amistad con la pareja intensifica todo lo bueno y colma de significado las experiencias cotidianas; no existen sentimientos de abandono o soledad porque siempre contamos con un amigo a quien recurrir. Alguien dijo: “Un verdadero amigo es quien te toma de la mano, mientras te toca el corazón”.

Invierte tiempo en tu relación matrimonial. Ora con tu cónyuge. Construye confianza. Intenta charlar acerca de temas importantes. No se trata de hacer confesiones sino abrir puentes de comunicación. Si aprenden a disfrutar de los tiempos compartidos, entonces, experimentarán un oasis de paz en cualquier momento del día y en cualquier lugar de la ciudad o el campo. Cada vez que hablen sentirán alegría y paz. Charlar de corazón a corazón es desconectarse del trabajo, las preocupaciones y las amistades absorbentes, es reconectarse con el otro a mitad de camino, en el devenir de experiencias que constituyen la vida compartida en el vínculo del amor. ¡Disfruta de la amistad con tu cónyuge!

Extraído del libro “Que tu matrimonio no se arrugue”

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