“… esto dice el SEÑOR: así como no cambiaría las leyes que gobiernan el día y la noche, la tierra y el cielo, así tampoco rechazaré a mi pueblo”, Jeremías 33:25, NTV.
Amelia tiene cuarenta y seis años, pero aparenta mucho menos. Es una bella mujer, muy cuidada y agradable al trato. Al finalizar la conferencia, pidió hablar con nosotros. Su historia está plagada de sufrimientos, pero su semblante y el timbre de su voz no muestran resentimiento, ira o un atisbo de rencor. Es más, ningún sentimiento de ese tipo tiene cabida en ella. Su historia comenzó a los cuatro años. Recuerda cómo su madre la regaló a una familia que tenía siete hijos.
Amelia fue recibida en la casa de crianza como una niña abandonada, por tanto, sin valor. Su infancia fue triste y entre lamentos, buscando rincones para llorar sin que la golpearan.
Los hermanos adoptivos le han pedido perdón ahora que ella es adulta; incluso, una hermana se arrodilló frente a la familia por todas las cosas malas que le había hecho siendo niña. En ese momento Amelia dijo: “su carga era tan grande que necesitó hacer eso. Me dio pena”. No lo decía desde la superioridad de la víctima que ahora tiene el poder de vengarse o perdonar, lo decía con sencillez y humildad, como poniéndose ella en lugar de su hermanastra.
Cuando Amelia tenía once años, el hermanastro mayor le pidió a su madre que la enviara a vivir con él y su familia porque su esposa estaba embarazada y necesitaba ayuda con las dos pequeñas niñas que ya tenían. La madre accedió.
Mientras la esposa estaba internada para tener el tercer bebé, Amelia se hizo cargo de las dos niñitas y de la casa. Un día Amelia llevó a la más pequeña a dormir con ella. A la madrugada se despertó porque sintió dolor. Ahí tomó conciencia de lo que ocurría. Su hermanastro estaba sobre su cuerpo, le había levantado el camisón e intentaba correrle la ropa interior para penetrarla.
Amelia luchó con todas sus fuerzas y logró quitarlo de encima. No entendía nada, solo lloraba. Nunca había visto a un hombre desnudo. Se aferró a la cama y, mientras cerraba sus piernas fuertemente, lloraba y lloraba. Él eyaculó allí.
Amelia, con solo once años, había ingresado al mundo de los adultos, primero por el trabajo y, ahora por la violencia sexual.
Cuando llegó su mamá de crianza, Amelia le contó todo. El ‘asunto’ quedó en el olvido. Volvió a su casa, pero a los pocos meses de ese fatídico suceso su ‘madre’ la dejó en una casa de huérfanos. Volvía a ser abandonada. Los sentimientos de desvalorización personal cayeron a raudales sobre ella.
Estuvo solo un día. Una de las hermanastras casadas, al enterarse, la buscó y la llevó a vivir a su casa.
Al principio fue todo hermoso, pero después de unos meses el cuñado le pidió que fuera ‘su mujer’. Él quería tenerlas a las dos; a cambio, le compraría ropa y le daría todo lo que pidiera. Le aseguró que viviría bien, que estaría protegida y bien cuidada. A partir de ese momento Amelia evadía todo contacto y siempre se negaba a sus propuestas sexuales, hasta que un día él intentó forzarla. Amelia, muy decidida, lo enfrentó y huyó de la casa. Esperó que su hermana regresara para contarle todo, pero cuando lo hizo, ella no le creyó y la acusó de intentar destruir su hogar.
Esa misma noche la hermana sacó el bolsito con la ropa de Amelia a la calle y la echó.
“Estaba muy oscuro y hacía frío. Tuve mucho miedo. Me quedé escondida en un baldío con pastos altos esperando a que llegara el día. Tenía trece años”, y quedó pensativa.
A los segundos reinició la charla y dijo: “Una pobre ancianita que pasaba por el lugar me vio. Me preguntó qué hacía tirada en ese lugar. Le conté la historia y, con mucha dulzura, me llevó a su casita y preparó una especie de camita en el suelo de tierra para que durmiera allí. Fue un ángel que Dios envió para ayudarme en la vida”.
Al siguiente día Amelia comenzó a buscar trabajo. Empezó limpiando pisos. Cada tarde regresaba a la humilde casa de aquella pobre ancianita. Al año siguiente aceptó un trabajo como mucama cama adentro y se fue. Sin embargo, tomó el consejo que le había dado la anciana y siguió estudiando. Amelia rememora que en esos años de adolescencia más de una vez le ofrecieron ‘aparentes ventajas’ a cambio de favores sexuales, pero cansada de tanto maltrato, nunca aceptó.
A los dieciséis años conoció al primer hombre que la trató bien y mantuvo una relación sin saber que él era casado. Al final se divorció y se fueron a vivir juntos.
Siendo apenas una adolescente quedó embarazada. Su pareja la hizo abortar. Él tenía tres hijos con su antigua esposa y no quería más. Desde ese entonces Amelia llora por el que hijo que no pudo tener.
Se cansó. A los treinta años decidió poner punto final a esa relación. Pronto fue sustituida por otra mujer. Nuevamente la voraz sensación de no ser valorada cayó como un manto de oscuridad sobre su alma.
Amelia, en vez de rumiar su dolor, se dedicó a estudiar y superarse. Conoció al Señor y hoy día es una mujer próspera y profesional. Amelia se levantó de la miseria humana más extrema; del lado oscuro de la vida más pobre, paupérrima, de abandono, desolación y rechazo. Amelia es una clara muestra de que con fe en el Señor Jesús se pueden superar los problemas, cualesquiera sean. Amelia es una muestra esperanzadora para todos aquellos que han experimentado el rechazo. Si uno se aferra al dolor es probable que limite su porvenir, pero si se aferra a la vida, el rechazo nunca será la nota final.
Amelia evitó quedarse anclada en el dolor. Sí, es cierto que cada vez que volvió a ser rechazada sintió la misma sensación de esa pequeña de cuatro años, pero también es cierto que volvió a ponerse de pie, a erguirse con dignidad.
Es muy común que las personas rechazadas que no han sanado tengan problemas para avanzar en la vida y establecer relaciones saludables; hasta es posible que ese rechazo condicione su intimidad con Dios. No se atreven a ir más profundo en los vínculos, en las amistades o en su espiritualidad, pues creen que pasarán por la misma experiencia desagradable del rechazo.
Otras, en cambio, tratan de agradar a todo el mundo pensando que de esa manera serán aceptadas; entonces, tratan de ser lo que no son. Viven simulando. Fingen querer lo que no quieren y sentir lo que no sienten. Si esas conductas les traen aceptación, las eligen, las sostienen y las viven. Fingen, fingen y fingen. El problema es que siempre dependen de la aprobación de otros para mitigar el vacío interior. Creen que complaciendo a todo el mundo serán felices. No saben que vivir así es hipotecar el futuro; es candidatearse a una vida miserable. Agradar a todos resulta una tarea agotadora y frustrante.
Ser rechazado por los padres, familiares o tutores provoca el mismo dolor de quien no ha sido correspondido en el amor. Demasiados poetas y amantes dan testimonio de que amar entraña un riesgo; porque amar acarrea implícitamente la posibilidad de ser rechazado.
Amar significa entregarse, ponerse al descubierto. Si no lo crees, dirígete a la cruz. El hombre crucificado en ella es la máxima expresión del amor de Dios por nosotros.
Quizás alguien te haya destrozado el corazón; pero lo más trágico que pudiera pasarte sería dejar de intentarlo otra vez. No dejes que un caparazón rodee tu corazón. No permitas que algo muera dentro de ti. La decisión de no arriesgarte otra vez es una decisión de no volver a amar. Y ese no es ni ha sido nunca el ejemplo de Jesús. Amar resulta riesgoso para Dios y aun así, no ha dejado de hacerlo.
Extraído del libro “Lágrimas que sanan”