Padres abusadores, hijos sin futuro

La llamaremos Analía. Había escuchado nuestra última exposición y quería animarnos a seguir adelante con la campaña de TODOS contra el abuso infantil: “Todo lo que ustedes dicen es verdad, yo puedo entenderlo. Soy única hija, mi padre abusó de mí desde los cinco a los trece años. Un día, cuando tenía ocho años, le dije a mi madre que yo me acostaba con mi papá y ella me miró y no dijo absolutamente nada. Sólo hizo un cambio. Mi padre fue a dormir a un dormitorio separado y ella dormía conmigo en las noches, pero eso de ninguna manera solucionó el problema porque mi padre seguía abusando de día, cuando ella trabajaba o descansaba. Perdí la iniciativa de buscar ayuda. Eso fue interpretado por mi madre como que a mí me gustaba lo que pasaba, entonces me peleaba, me celaba, etc. Es muy largo de contar. Por años no recordé absolutamente nada de mi pasado».
Cuando hizo una pausa en su relato, cargada de mucho sentimiento y acompañada con un corto suspiro, le pregunté: «¿Cómo fue posible que se olvidara y, qué sucedió para que recordara?». «No tengo un suceso que pueda explicar mi olvido, tampoco mi recuerdo. Solamente sé que una mañana me levanté y sentada tranquilamente en el sofá de mi casa hice un viaje mental a mi pasado. Primero vinieron imágenes del almacén, la panadería y el resto de los negocios a los que iba a comprar lo que mi mamá me pedía. Luego visualicé la calle en la que aprendí a montar en bicicleta y, poco a poco y de modo fragmentado, se fueron armando escenas totalmente ajenas a mi vida presente. Uno tras otro, todos los recuerdos acudían a la cita sin que alguien los hubiera convocado. Fue como una catarata, de repente; eran vívidos, como si fuera una película. Así, de pronto, todo vino a mi mente. Recordé cuando en el comedor de casa estábamos sentados con mi papá sobre una alfombra y él solamente llevaba ropa interior. Me decía que ahora que estaba por empezar el colegio tenía que guardar el secreto de lo que pasaba entre nosotros. Que si alguien me preguntaba alguna vez si yo había visto a un hombre desnudo, debía decir que no, porque de otra manera él iría preso y nosotras (mi madre y yo) nos quedaríamos en la calle. Recordé todos los días que lloraba antes de ir al colegio por miedo a que alguien me preguntara. Desde ese momento hasta que conocí a Cristo, el temor, la angustia y el llanto fueron mis aliados inseparables.
Recordé cuando me hice señorita y al salir de mi dormitorio escuché que mi mamá le decía a mi padre que no tenía que seguir acostándose conmigo porque me podía embarazar. Así, con casi trece años dejó de molestarme. Nunca se hizo la más mínima alusión a lo que había pasado y mi madre, las veces que discutíamos y yo sacaba el tema, me contestaba que eran todas invenciones mías, que eso nunca había ocurrido, que estaba fantaseando.
Mis hijos han sufrido las consecuencias de mi pasado. Uno está en España, casi no tengo contacto. El más chico, a los trece años, la misma edad que yo tenía cuando dejé de vivir el calvario del abuso, fue abusado en el colegio. Nunca quiso hablar, sólo me dijo que no alcanzaron a violarlo porque de lo contrario se hubiera matado.
Nadie en la iglesia sabe esta historia, hace seis años que me convertí a Cristo y, desde entonces, ya no tengo miedo ni paso las noches llorando. La angustia se ha ido. Es el momento de mayor paz en mi vida…».

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