Después de la infidelidad – Parte I

Se ha dicho, y con razón, que la muerte de la pareja es menos dolorosa que la traición de ésta. La infidelidad afecta la autoestima del cónyuge víctima. Se siente confundido y descartado. Entierra sus más preciados sentimientos y deja de confiar. Sospecha de todo y se amarga. Aparece el deseo de venganza. Siente furia. Las consecuencias que se desatan son muchas y nadie quiere asumirlas. El sabio Salomón dijo: “¿Puede alguien echarse brasas en el pecho sin quemarse la ropa? ¿Puede alguien caminar sobre las brasas sin quemarse los pies? Pues tampoco quien se acuesta con la mujer ajena puede tocarla y quedar impune… Al que comete adulterio le faltan sesos; el que así actúa se destruye a sí mismo”, Proverbios 6:27-32 (NVI).

Meterse en la cama con una persona que no es el cónyuge es una decisión cuyos resultados nadie quiere afrontar. David podría darnos cátedra sobre este tema. Aunque tenía un harén de mujeres se obsesionó con Betsabé, esposa de un hombre de su confianza y mantuvo relaciones sexuales con ella. Dios lo amonestó por el pecado y sentenció: “No se apartará jamás de tu casa la espada”, 2º Samuel 12:10.

El juicio se cumplió cabalmente. El niño nacido de la relación adúltera murió. Absalón, uno de sus hijos mató a su hermano Amnón (el primogénito del rey) por violar a Tamar (otra hija del rey), 2º Samuel 13; después de un tiempo Absalón usurpó el trono a su propio padre (2º Samuel 15) y, finalmente, murió a manos de uno de los generales del ejército de David.

David aprendió que el camino de la infidelidad libera el mal en grados descomunales y que una vez liberado no existe forma de detenerlo. El adulterio abre la puerta al mismo infierno: violación, incesto, rebelión y asesinato en el seno de su propia familia son algunas de las consecuencias que podemos mencionar.

La infidelidad es como un huracán que destroza todo a su paso. Destruye relaciones, fragmenta familias y arruina futuros. Los idilios más prometedores, las pasiones más fuertes y las emociones más vibrantes en manos del amante quedan regados por personas lisiadas y futuros arruinados. Los patrimonios más estables se evaporan y las familias más firmes se dividen. No hay nada que una infidelidad no destruya. En el caso que estamos tratando todos sufrieron las consecuencias de la relación adúltera de David con Betsabé: los hijos del rey, el niño nacido de la relación ilícita y el esposo de Betsabé.

“El pecado es un ladrón. Roba nuestros sueños, nuestras esperanzas y nuestro gozo y no deja sino únicamente pena, tristeza, sufrimiento, remordimiento, destrucción y devastación a su paso”, Audrey Meisner. Eso es verdad, pero también es verdad que contamos con un Dios que restaura a lo grande. A pesar de los difíciles momentos que estés atravesando, ese sombrío panorama será nada cuando la gracia de Dios dé lugar a su misericordia. La restauración de tu vida y tu familia será tan grande como GRANDE es el Dios que tienes.

Si eres víctima de una infidelidad, situación que representa el reto más grande para un matrimonio, no existe exigencia bíblica para que sigas casado/a. Dios permite el divorcio en este caso. Sin embargo, si tu cónyuge genuinamente se ha arrepentido y está dispuesto a realizar el difícil trabajo de reconstruir la confianza, anímate a aplicar una gracia nada común. En tanto que te asiste el derecho de irte, tal vez estés abandonando una felicidad mayor y la más grande de todas las sanidades que surgirá al extender la gracia en lugar de alejarte y reclamar tu derecho. Es una senda difícil, es verdad. Es más arriesgada. Exige inmensa fe y enorme perdón. Pero las recompensas no visibles pueden ser más grandes de lo que podrías imaginarte. El divorcio no borrará el dolor ni el daño que la infidelidad te ha causado. Tú deberás sanar de cualquier manera. La cuestión es, ¿cómo y con quién vas a decidir sanar tu corazón?31

Tiempo atrás recibimos por mail un archivo adjunto con un libro titulado Un matrimonio bajo cobertura. Unos amigos nuestros tuvieron la gentileza de compartirnos este material con la intención de que escribiéramos algunas palabras de aprobación a la editorial que estaba a punto de publicarlo. El libro es el testimonio de Audrey y Bob. Ante la infidelidad de su esposa, Bob tenía que tomar una decisión: escoger la misma ruta que habían elegido los acusadores de la mujer adúltera (Juan 8); es decir, humillar públicamente a su esposa y declarar abiertamente su pecado mientras satisfacía su propio orgullo magullado y egoísta, así como su autojusticia ofendida; o elegir la ruta que Jesús prefirió y cubrir la ofensa de su esposa para que ella fuese protegida y pudiese experimentar el perdón y la restauración. “El conflicto era grande en mi mente (dice Bob), entre hacer lo que era correcto y hacer lo que yo quería hacer. Como marido y como seguidor de Cristo, yo sabía que lo correcto era encubrir y cubrir. En ese entonces, sin embargo, mi dolor era aún tan crudo y mi herida tan viva que una gran parte de mi quería contraatacar y herir a Audrey, tanto como ella me había herido a mí. Era control con la intención oculta de castigar”.

El terapeuta familiar les había aconsejado orar juntos cada noche mirándose a los ojos porque existe mayor intimidad cuando se miran, se conectan y se tocan mutuamente al orar. En otras palabras, la persona con la que más intimidad tenemos es aquella con la que oramos más. Por eso es peligroso pasar más tiempo con un compañero de oración que con el propio cónyuge. Aquella primera noche después de la “bomba” que significó la confesión de ella, balbucearon juntos una oración más por obediencia al consejero que por convicción personal. Aunque todavía había mucho camino por recorrer, la sanidad había comenzado.

Días más tarde, el terapeuta confrontó a Bob diciéndole: “Necesito saber si serás o no el hombre de Dios que mantenga este hogar unido. Depende de ti. Lo que Audrey hizo queda en el pasado. Lo que se ha hecho, hecho está. Lo que ocurrirá de ahora en adelante depende de ti”. Bob se conmovió y, a pesar del gran dolor que sentía tomó la decisión de hacer lo humanamente posible para mantener a flote su familia. La sanidad no fue instantánea y a veces es mejor que así sea. La sanidad profunda y la limpieza a fondo requiere morir a nuestros deseos egoístas antes de que ocurra el milagro de la restauración.

En ese proceso hacia la sanidad, Audrey y Bob llenaron sus frágiles corazones de esperanzas aunque a veces parecían desvanecerse entre las profundas y obscuras sombras de la desesperación. “Pero también desesperadamente nos aferrábamos al más pequeñísimo de los hilos de optimismo, al más mínimo fragmento de un razonamiento que nos llevara a creer que las cosas iban a mejorar”, cuenta Bob Meisner.

Audrey tuvo que romper absolutamente todo contacto con el “otro” hombre. Si existe alguna esperanza o mínimo deseo de rescatar el matrimonio se debe romper la relación adúltera inmediata, deliberada y completamente.

Audrey aprendió cuán maléfico es el pecado: “El pecado no es algo con lo que se puede jugar. El pecado es un cáncer que no se puede mimar o ignorar. Y al igual que un cáncer físico, el pecado te matará si se le permite seguir su curso, Santiago 1:14-15. ¡Rompe ese contacto ahora mismo! No puedes restablecer el pacto mientras continúes abrazando aquello mismo que está atacando a tu pacto”.

El tiempo pasó y Bob había hecho una decisión delante de Dios de cubrir a su esposa, amarla y permitir que la sanidad llegara completamente. “Lentamente comencé a sanar, comencé a recordar que, como marido y padre tenía una responsabilidad delante de Dios de ser sacerdote, proveedor y protector de mi hogar. Esa es la esencia de la cobertura”.

Todo iba bien hasta que Bob supo que su esposa Audrey estaba embarazada del “otro”. La situación empeoró. Después de un prudente tiempo donde reordenaron sus ideas y tomaron coraje, decidieron contarlo a sus hijos. Bob reunió a su familia en una de las habitaciones, compró una manta especial con la que cubrió a su esposa y luego les dijo a sus hijos que cuando cometemos un error y nos arrepentimos Dios nos abraza, nos sostiene muy cerca y nos cubre con su infinito amor, de la misma manera que él estaba cubriendo a Audrey. Entonces procedió a decirles a los niños lo que su mamá había hecho y que, como resultado, ahora tendría un bebé. Los niños no veían el rostro de su madre mientras su padre les explicaba lo que había sucedido. Los niños recibieron mucho alivio cuando su padre dijo que no iban a separarse.

Una profunda paz inundó toda la habitación. Las lágrimas corrieron y todos se abrazaron sosteniéndose unos a otros. Los niños aceptaron a su nuevo hermano con entusiasmo. Bob sacó tres juguetes que había comprado y se los dio a sus hijos y les dijo que esos serían los primeros regalos que su nuevo hermanito recibiría. La familia seguía en pie. Dios los había cubierto. Bob había tenido el valor de perdonar y cubrir.

Continúa en el artículo: Después de la infidelidad – Parte II

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