Beneficios del perdón

“… cuando estén orando, primero perdonen a todo aquel contra quien guarden rencor, para que su Padre que está en el cielo también les perdone a ustedes sus pecados”, Marcos 11:25, NTV.

 

Hubo un momento en mi vida que me sentí traicionado (escribe José Luis). Había sido juzgado injustamente. Llevaba poco tiempo viviendo la nueva vida en Cristo. Era prácticamente un bebé en el camino del Señor; sin embargo, ya había experimentado la bondad de Dios y su provisión abundante. Vivía mi primavera espiritual.

En poco más de un año mi vida había dado un giro inesperado. Al mismo tiempo que cursaba mi carrera universitaria, me inscribí en el seminario teológico y conocí a una atractiva chica que luego sería mi esposa.

A diferencia de mis padres, los papás de Silvia (la bella chica) eran cristianos desde hacía años y estaban muy involucrados en las actividades de la iglesia.

Previa charla con mi futuro suegro, nos pusimos de novios. Parecía que todo marchaba bien hasta que hablamos seriamente de matrimonio. A partir de ese momento, las cosas se tornaron muy tensas.

 

El papá de Silvia comenzó a decirle que no le convenía seguir conmigo, que mi familia no era cristiana, que quizás yo no fuera un buen sujeto, que no tenía solvencia económica y que ella merecía algo mejor. Como Silvia insistía en seguir con la relación, sus padres le propusieron buscar otra universidad en algún lugar del país para que pudiera ‘desaparecer’ y no verme más. Pero ella no quería eso, es más, habíamos fijado fecha para la boda. Entonces, me convertí en un verdadero enemigo para mi futuro suegro. No quería verme, se negaba a que ‘su hija’ atendiera una llamada mía o nos encontráramos en la universidad. La relación cariñosa entre yerno y suegro se convirtió en un infierno. Desparramó mentiras acerca de mí por toda la iglesia. Sembró semillas de duda en las personas que me conocían. Un día me amenazó con una pistola y dijo que me mataría si no terminaba con el noviazgo.

 

No esperábamos ese comportamiento. Parecían contentos al principio, pero mostraron desagrado cuando vieron que la relación se encaminaba al matrimonio. Conforme pasaba el tiempo, el enojo y las palabras airadas crecían hacia mí y, lo que es peor, hacia Silvia que no obedecía sus exigencias.

Procedí de manera correcta. Cumplí todas sus órdenes. Nunca nos veíamos a solas. Salíamos con toda la familia o con su hermana Marisa. No veía la razón de tanto enfado y ensañamiento con difamaciones y mentiras.

 

En ese entonces, Silvia tenía veinte años. Como la mayoría de edad se obtenía recién a los veintiuno, ella necesitaba el permiso de sus padres para poder casarse. La fecha que habíamos fijado para la boda era el 17 de diciembre; a solo dos meses para su mayoría de edad.

Cuando todo estaba organizado y las invitaciones entregadas, mis suegros dijeron que no firmarían y que Silvia no podría casarse. Faltaban días para la boda. No sabíamos qué hacer. Oramos mucho y sufrimos más. Ese fue un tiempo de muchas lágrimas.

Llegó el día del casamiento. Con cara adusta y sin mucho afecto firmaron. Fue un milagro. Pese a todo, nos arriesgamos. Como sería a lo largo de todo nuestro matrimonio, el comienzo fue un verdadero acto de fe.

 

Todo había pasado, pero con el tiempo fue creciendo en mi interior un sentimiento oscuro. Estaba volviéndome ‘adicto’ a las emociones negativas. No podía soportarlo. Sabía que guardar odio en mi corazón ofendía a Dios y no me hacía bien a mí ni tampoco a quienes estaban conmigo, pero no pude evitarlo. Di lugar al resentimiento y a la amargura. Guardaba rencor y me descargaba con cualquiera, especialmente con aquellos que más me amaban. El odio, la amargura y el resentimiento son sentimientos que, de no ser arrancados rápidamente, crecen en nuestro interior envenenando y condicionando nuestras actitudes. Más de una vez pensé en vengarme. Es que la venganza es el pago por las heridas que otras personas nos causaron injustamente. Pero la venganza no soluciona los problemas, al contrario, agrega más dolor.

 

En ese período de mi vida estudiaba en la Facultad de Derecho y trabajaba como obrero en una empresa de papel. El tiempo que tenía para el desayuno en el trabajo lo aprovechaba para leer una vieja Biblia de bolsillo que llevaba siempre conmigo. Un día leí Mateo 6:14-15: “Porque si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial. Pero si no perdonan a otros sus ofensas, tampoco su Padre les perdonará a ustedes las suyas”, NVI. Había leído este pasaje decenas de veces pero ese día observé algo que nunca antes había visto. Si quería seguir contando con el favor y el perdón de Dios debía perdonar, porque nunca recibiremos el perdón de Dios a menos que estemos dispuestos a perdonar a los que nos ofendieron. Por lo tanto, decidí perdonar a mi suegro. Hacerlo me llevó varios meses y atravesé distintas etapas, las que quiero compartir contigo:

 

  • ‘Excusitis’.

Una y otra vez me decía a mí mismo que el problema no era con Dios sino con mi suegro. Él tenía una ‘deuda’ pendiente conmigo. Me había lastimado. Me debía una disculpa. Me excusaba diciendo que mi suegro era una mala persona y que yo no le había hecho ningún daño, hasta que leí: “Si alguien dice: «Yo amo a Dios,» pero aborrece a su hermano, es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto”, 1ª Juan 4:20 (NBLH). Me estaba engañando al pensar que se puede estar bien con Dios y mal con un hermano. Recuerda, la relación con el prójimo afecta la relación con Dios, siempre. En otras palabras, la relación con tu prójimo demuestra tu relación con Dios, siempre.

No necesitas esperar que el que te hizo daño se arrepienta y te pida perdón para arreglar el asunto. Normalmente la persona amargada es la que tiene la razón. Sin embargo, la amargura le abre las puertas al enojo y, éste, al diablo. La persona ofendida se convierte en cautiva del que le ha hecho daño.

 

  • Perdonar en mis propias fuerzas.

Es mucho más fácil decir “te perdono” que perdonar. Yo intentaba olvidar lo sucedido evadiendo mi responsabilidad. Simplemente no quería ver a mi suegro ni escuchar nada que se relacionara con él. Creía que así solucionaría mi problema. Pero la falta de perdón es como tomar todos los días una pequeña dosis de arsénico; llegará el día en que todo el veneno impregnado en tu cuerpo te matará. Finalmente me rendí delante de la presencia del Señor y pasé así a la siguiente etapa.

 

  • Sentir para perdonar.

Quería perdonar, pero no lo sentía. No me negaba, solo que no sabía cómo hacerlo. Luché durante semanas y esa sensación de odio seguía ahí dentro. Incluso estorbaba mi relación con Dios. Sabía que no podía gozar de salud emocional y espiritual si guardaba amargura en mi corazón. La falta de perdón es como el ácido dentro de un recipiente de plástico, con el tiempo termina rompiéndolo. Es imposible estar amargado y ser sano, feliz o sentirse pleno al mismo tiempo.

 

  • Perdonar para sentir.

Perdonar no es un sentimiento sino una decisión. La Biblia no dice: “perdona a tu prójimo cuando lo sientas”; sino que dice: “perdona”, Lucas 6:37. Tampoco dice: “perdona cuando quien te ofende se disculpe contigo”. Dice: “perdona”, a secas. No hay condición alguna para otorgar perdón. Aunque la persona a quien perdonas no haya hecho reparación contigo, tú debes perdonarla. Por otra parte, la ‘deuda’ del que te ofendió, Dios la pagará. Isaías 61:7-8 dice: “En vez de su vergüenza, mi pueblo recibirá doble porción; en vez de deshonra, se regocijará en su herencia; y así en su tierra recibirá doble herencia, y su alegría será eterna. Yo, el Señor, amo la justicia, pero odio el robo y la iniquidad. En mi fidelidad los recompensaré y haré con ellos un pacto eterno”, NVI.

 

  • Orar para perdonar.

Entendí que la restauración total llegaría de la mano de la oración de bendición por mi ‘enemigo’. “Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen”, Mateo 5:44 (NVI). “Bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los maltratan”, Lucas 6:28 (NVI).

 

Nunca olvidaré aquella mañana. No soportaba más sentirme atrapado por el dolor. Quería libertad. Deseaba paz. Anhelaba complacer a Dios por lo que me arrodillé fuera del sector donde trabajaba, levanté las manos al cielo y dije en voz alta: “Señor, lo he intentado y no he podido hacerlo. Sé que la ofensa que he recibido no se compara con la deuda que yo tenía contigo. Me demostraste en la cruz que tu perdón no tiene límites. Quiero hacer lo mismo con mi suegro aunque mis sentimientos me digan algo diferente. No quiero hacerlo en mis propias fuerzas sino en las tuyas. Por lo tanto, recibo tu gracia y perdono”.

 

El mejor antídoto para erradicar la amargura y el resentimiento es la gracia. La gracia no necesita de arrepentimiento para ser impartida. Excepto por el ladrón, nadie se arrepintió en el calvario y Cristo nos perdonó a todos. Pablo no se arrepintió antes de que Esteban muriera; sin embargo, Esteban le aplicó gracia y, dos capítulos más adelante observamos a Pablo convertido al cristianismo. La persona que te hirió te ha dado jurisdicción en su propia vida. Si lo llevas delante de Dios, su vida podría cambiar. Lo peor que te haya sucedido puede ser transformado en la mejor bendición para ti y para los que te rodean si sueltas el dolor y permites la sanidad de Dios.

 

Algo sucedió aquella mañana. Aquello que había esperado infructuosamente por tanto tiempo, lo recibí en ese momento de manera completa e instantánea. Una profunda paz inundó mi corazón como nunca antes y mis sentimientos hacia mi suegro cambiaron rotundamente. Decidí orar y bendecirlo. Forcé nuestro primer encuentro donde lo abracé con fuerzas y le dije: “te quiero”. Desde aquel momento nunca más tuvimos problemas y nunca más me he sentido atormentado mentalmente. Fui completamente libre por el perdón que otorgué. En el dolor aprendí la preciosa lección de que las cosas hechas a la manera de Dios siempre terminan bien.

 

Extraído del libro “Lágrimas que sanan”